El síndrome de la transición

 
En 1973 se produjo un secuestro masivo, durante 6 días, como consecuencia del fallido atraco al banco Kreditbanken de Estocolmo. A su finalización, tras la intervención de la policía, los rehenes dieron muestras de afecto y solidaridad con los secuestradores, negándose incluso a testificar contra ellos y a colaborar en el proceso judicial posterior, cuando ya no estaban sometidos a su control y no tenían nada que temer, aparentemente. Desde entonces se llama a este tipo de comportamientos el síndrome de Estocolmo.
 
Fenómenos similares ocurren también con los prisioneros en los campos de concentración,  con los prisioneros de guerra, con ciertas unidades militares que exigen un alto grado de sumisión y acatamiento ciego de órdenes del tipo que sean, con los miembros de una orden de culto, con las víctimas de incesto y con situaciones similares…
 
El sometimiento a una situación de pérdida de libertad provoca un desequilibrio psicológico que nos hace desarrollar frente al verdugo sentimientos de generosidad y de reconocimiento. Lo más grave es que no está documentado que tales sentimientos desaparezcan con el final real de la dependencia, sino más bien lo contrario. El síndrome de Estocolmo es uno de estos casos.
 
Cuando el terror se impone a través de las estructuras sociales y políticas el daño psicológico también está ahí, y sus efectos permanecen largo tiempo después de que la situación social o política haya finalizado. Pero no se estudian. Los tiranos, por razones obvias; los humillados, porque quizá hayan perdido la capacidad psicológica para comprender su situación y dejar de ser víctimas de los lazos afectivos, o simplemente del miedo, que desarrollaron ante los tiranos, por lo que llegar a un acuerdo «amistoso» con ellos les parece lo normal y lo deseable.
 
No es posible que 40 años de dictadura dominada por el terror impuesto sobre una parte de la población hayan dejado psicológicamente intactos a los represaliados, como tampoco a los represores. La imposición del terror mediante una dictadura es una guerra psicológica en toda regla contra la población cuyos devastadores efectos no pueden «desaparecer» de la noche a la mañana. Desconozco si hay estudios psicológicos de la transición española (ni de la de los países del este). Pero es obvio que la española se produjo bajo condiciones de tensión y amenazas (baste recordar la intentona de Tejero varios años después) que no hacen creíbles que los pactos establecidos sobre la impunidad de los represores puedan considerarse establecidos desde una «sana racionalidad», sino bajo el imperio del miedo y de la amenaza, cuando menos psicológica. Por lo tanto, tomando como referencia el síndrome de Estocolmo invito a los psicólogos a estudiar el síndrome de la transición, seguido pocos años después por el llamado «desencanto».
 
Me gustaría que alguien pudiese explicarme cómo es posible que 35 años después de la muerte natural del dictador no sea posible plantear, como un simple ejercicio de salud mental, deseable tanto para las derechas como para las izquierdas, el saber dónde se encuentran los cadáveres de más de 113.000 personas desaparecidas durante la guerra y el franquismo. Como tampoco consigo explicarme que los autores de los crímenes, reconvertidos ya a la democracia y a sus valores, no hayan sido capaces en estos 35 años de enviar un simple anónimo a las autoridades indicando el lugar en que fueron enterradas sus víctimas (cuyos nombres y apellidos conocían en muchos casos).
 
Todo ello, insisto, no ya como un ejercicio de sana moral, o de política, o de justicia, que lo sería, sino simplemente como un ejercicio de salud mental.